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Conejo maldito de Bora Chung: el horror cotidiano y la ternura de lo monstruoso

Vera Allende


En Conejo maldito, la escritora surcoreana Bora Chung ofrece una serie de relatos que se mueven entre el absurdo, el horror y lo simbólico. Lo que comienza como una colección de historias fantásticas se transforma, poco a poco, en una radiografía inquietante de la vida contemporánea. Chung no escribe sobre fantasmas lejanos ni criaturas mitológicas; su terreno es la cotidianidad, ese espacio donde los objetos, los cuerpos y los afectos pueden volverse siniestros.

El cuento que da título al libro marca desde el inicio el tono de la obra: una historia que mezcla superstición, azar y tragedia para mostrar cómo la culpa y el deseo de control pueden destruir tanto a individuos como a comunidades. La lámpara con forma de conejo —que parece inocente, incluso adorable— se convierte en una metáfora del castigo, de la energía oscura que late bajo los actos más banales. El horror aquí no necesita de monstruos externos: surge del propio gesto humano, de su mezquindad o de su incapacidad para aceptar lo incierto.


Conejo maldito de Bora Chung

A lo largo de los relatos, Chung explora diferentes dimensiones de lo marginal: la mujer que vive sola y se enfrenta a una criatura imposible que emerge del baño; el trabajador atrapado en un sistema que lo convierte literalmente en parte de una máquina; el cuerpo femenino que se transforma, muta o sangra fuera de control. Cada cuento revela una estructura social donde el cuerpo —particularmente el cuerpo de las mujeres— es un territorio de experimentación, violencia o resistencia. Sin embargo, el libro no se agota en la denuncia: hay también una belleza perversa, una especie de ternura deformada que hace que lo grotesco se vuelva poético.

El estilo de Bora Chung combina una prosa directa con imágenes perturbadoras. Su escritura no busca el sobresalto sino la incomodidad lenta: esa sensación de que algo se está descomponiendo frente a nosotros sin que sepamos bien cuándo empezó. La autora juega con el contraste entre el lenguaje sencillo y las situaciones extremas, como si lo más monstruoso pudiera expresarse sin énfasis. Esa elección estilística potencia el efecto emocional del libro, pues lo extraño se presenta con la serenidad de lo cotidiano.

En el fondo, Conejo maldito habla sobre el fracaso de la lógica moderna. Los personajes intentan dar sentido a lo absurdo, racionalizar el dolor o mantener el control, pero todo esfuerzo por explicar termina revelando la fragilidad del pensamiento humano. Lo que asusta en estos cuentos no es tanto la violencia física o el elemento sobrenatural, sino la confirmación de que el mundo no responde a nuestras expectativas. La autora se vale del terror para poner en evidencia lo ridículo de nuestra fe en la razón y en las jerarquías de poder.

El libro también puede leerse como una crítica social profunda. La tecnología, el capitalismo y la familia aparecen como estructuras opresivas disfrazadas de orden. En ese sentido, los relatos no son simples ejercicios de imaginación, sino formas de resistencia simbólica. Chung revela las grietas de un sistema que explota los cuerpos, los deseos y los vínculos afectivos, y que al mismo tiempo exige sumisión y silencio. El horror se convierte entonces en un lenguaje político: una manera de decir lo que la normalidad reprime.

A pesar de su oscuridad, hay en estas páginas destellos de compasión. Incluso las criaturas más terribles parecen pedir amor, comprensión o justicia. Esa ambigüedad es uno de los mayores logros del libro: en el universo de Chung, el monstruo no siempre es el enemigo; a veces es la víctima, o la consecuencia inevitable de una sociedad enferma. Los límites entre el bien y el mal se difuminan, y el lector queda suspendido en una zona intermedia donde solo queda observar, impotente, la belleza y el espanto mezclados.

Conejo maldito pertenece a esa tradición de literatura que usa el horror para hablar de lo humano. Su autora, con una voz propia y precisa, logra que cada relato funcione como un espejo deformante: uno donde se reflejan nuestras obsesiones, nuestras miserias y nuestras ansias de redención. No hay moralejas claras ni finales tranquilizadores; solo la sensación de haber sido testigos de algo íntimo y terrible.

Leer este libro es aceptar una invitación al desconcierto. Quien busque un entretenimiento pasajero, saldrá herido. Quien se atreva a mirar lo que hay detrás del espejo, encontrará una experiencia poética y visceral, tan incómoda como necesaria. En tiempos donde lo monstruoso suele maquillarse de normalidad, la escritura de Bora Chung nos recuerda que el verdadero terror no está en los fantasmas, sino en las formas silenciosas del poder y en los objetos aparentemente inocentes que habitan nuestras casas.

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