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Yo, Bergoglio y la Ciudad Eterna

Corina Mora Huerta


¿Cuál es el sentimiento que les provoca descubrir que ya no son los mismos de hace unos años? Volver la vista atrás y verse transformados física, y aún más, menguando internamente.

La muerte del papa Francisco me conmovió de un modo particular. No por la cuestión dogmática, sino por el paso de los años, el crecimiento personal, la vida que sigue en los jóvenes y el reconocerme más sabia y tal vez, más infortunada.

En marzo de 2013 había llegado a Roma. Españoles, italianos, franceses, checos, lituanos, asiáticos, americanos: todos nos adaptábamos a vivir encogidos en un ático. Trece personas sin privacidad, a cambio de un sitio céntrico, a veinte minutos caminando del Vaticano. Allí nacieron lazos familiares rápidos y hondos.

Mis días transcurrían entre clases de canto, una por la mañana, otra por la tarde. Después, si el clima o el estudio lo permitían: caminatas o museos. La clase de canto se impartía en casa de la querida maestra Daniela de Marco, dos cuadras detrás de la imponente Basílica de San Pedro.

El trece de marzo llovía. La clase terminó cerca de las seis de la tarde, y yo, sumergida en Vivaldi, Pergolesi y Rossini, ignoraba lo que ocurría en la ciudad. Tomé un autobús de regreso y, al llegar, vi a mis compañeros corriendo. Me gritaron:
 —¡Vamos, que hoy eligen al nuevo papa!

Dejé los libros, me abrigué para el frío. Salí al primer autobús que pasó. Al llegar, la plaza ya estaba llena. Entré a la basílica con la esperanza de ver algo; recorrí los pasillos, pero dentro solo había turistas. Se sentía, sin embargo, una vibración extraña.


Bergoglio

Recuerdo salir y ver, a mis pies, un océano de paraguas frente a la basílica. De muchos colores, resistiendo lluvia y frío. Busqué a mis amigos, pero la multitud lo hacía imposible.

Es difícil describir lo que se vivía en la plaza, como también lo que se sintió al escuchar el "Habemus Papam": la voz en latín presentando a Jorge Mario Bergoglio (un desconocido para mí) y el rugido de la multitud al verlo salir.

Regresé empapada y helada. No pensé en enfermedades, ni en mi voz.
 Al día siguiente, la maestra me dijo:


—Sono uscita in corsa per vedere il Papa. L’ho detto: ¡HOLAAAA!


(Salí corriendo para ver al Papa. ¡Le dije: HOLA!)


Dos años después llevé a mi madre a ver al papa Francisco. Ella estaba renuente, pero la convencí, sabiendo que se arrepentiría si no iba. La misma sensación: la plaza llena de fieles hincados, rezando, llorando. Solo recuerdo estar grabando la bendición y voltear para ver a mi madre. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

La muerte de Francisco despertó en mí, recuerdos pasados: cosas guardadas que resurgen, se acomodan y toman vida. Me estremecí. Es difícil describir lo que sentía entonces y lo que siento ahora. La muerte de Francisco me ha confrontado con quien fui. Reconozco la felicidad de aquellos días en la Ciudad Eterna y añoro la fortuna de haberlo visto, de haberlo escuchado. Ahora, entiendo que la brújula interior cambia como las decisiones de vida.

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