La hoja perfecta
- wuffarteinfo
- 2 abr
- 4 Min. de lectura
Por Armando Gómez Rivas
Huele a chocolate. Despierto. Una taza humea junto a un mensaje que dice:
“buenos días princesa”.
Sonrío.
Es domingo. Los domingos leo historietas para despertar feliz. Hay una revista sobre mi cama. Papá es genial.
Empiezo a leer y aparece una adivinanza.
Qué vuela como un ave,
mira bichos desde las alturas.
Con el viento su cuerpo suave
mueve las sombras oscuras.
Es un juego de papá. Todavía no lo entiendo. Pero sé que escribió el mensaje para ayudarme con la tarea de la escuela.
La maestra Catalina es muy linda. Deja tareas divertidas. Cierro los ojos y escucho su voz en mi mente: «Silencio, por favor. Para la próxima semana, escriban en su cuaderno de español unas cuantas líneas sobre la vida de cualquier cosa que les guste».
Pienso en la tarea.
Pienso en la adivinanza.
Imagino tantas historias.
Una niña que vuela; una niña que busca insectos en la hierba; una niña que se traga los bichos.
¡Se los come! —grito.
Tomo el boli de tinta morada. Copio el mensaje de papá en mi libreta de español. Las letras no deben rebasar los cuadros. Después, transformaré esas líneas en algo fantástico. La sección de “escritura” es lo mejor del mundo. Tiene dibujos, recortes y entre las hojas, hay flores secas que descansan. Es mi colección. Hago árboles de palabras y pétalos, con imágenes pegadas. Adoro las tareas de la maestra Catalina.
—¡Princesa! —dice mamá desde la cocina.
—¡Voy!
Corro por el pasillo. Salto a los brazos de mamá y le doy un beso la mejilla.
—¡Buenos días!
Desayunamos. Mamá me pregunta por la tarea. Le cuento que todavía no sé qué será la cosa. Pienso en volar. Pienso en bichos viscosos. Pienso en volar.
—Tal vez encuentres inspiración si salimos un rato —dice papá.
Las ideas están en el aire. Es verdad. Me gusta pensar que las historias flotan con el viento y puedo atraparlas.
—Recuerda que hoy vamos al bosque —dice mamá.
Mamá es la persona más hermosa que conozco. Me emociono. ¿Y si la cosa de mi tarea camina entre los árboles?
Viajamos en el auto. Poco a poco, los edificios se ven más pequeños. Mamá abre la ventanilla y huele a vegetación. La luz del sol se filtra entre los árboles. En algunos momentos se oscurece. Siento frío y calor al mismo tiempo. Estoy emocionada. Me gusta caminar entre hojas secas. Pero esto es más hermoso, porque estamos en lo más alto de la montaña. Mi hermanito se ha derretido en el asiento. Yo cierro los ojos para sentir el viento. Papá nos mira rápidamente, cree que estamos dormidos.
—Ya casi llegamos —dice, con los ojos muy abiertos.
—¿Hay elefantes? —pregunta mi hermanito, mientras pega un enorme bostezo.
Papá le explica que no hay elefantes, porque los elefantes no pueden vivir en esta montaña.
Sin sacar la cabeza por la ventanilla, abro un poco la boca. Me como el aire fresco del bosque. Y la garganta se refresca. Y mi estómago cosquillea. Ahora, con los ojos abiertos, no puedo dejar de reír. Pienso en la tarea, un elefante que vuela. El poema que escribí en mi cuaderno es muy bonito.
Papá apaga el motor del auto y bajamos. La tarea puede esperar. Mamá me acompaña. Una casita construida en la cima de un árbol. Se oculta entre las sombras de las ramas. Subo.
—¿Puedes sola, Lú? —pregunta mamá.
—¡Por supuesto!
Comienza la aventura. Pie izquierdo. Pie derecho. Mis manos tiemblan un poco. Aprieto con fuerza los maderos de la escalera para controlarlas. No tengo miedo porque ningún escalón se mueve. Están clavados al tronco del árbol. Azul. Amarillo. Anaranjado. Los colores son preciosos. Por un momento me distraigo. ¡Los escalones se parecen tanto al mecano que me regaló el abuelo! Han utilizado un juguete como escalera. Mamá me mira. Quiero gritarle. Agito la mano para que me siga entre las hojas. Muevo la mano izquierda para sujetar el último escalón. Mis rodillas están en el piso de la casa. Ruedo. Giro. Salto de alegría…
—¡Lo logré! —grito.
Mamá sacude la mano para decir «hola».
Creo que no me escucha,
quizás parezco una pelusa,
pero estoy en el techo del bosque.
hojas, ramas y flores en bloque.

Me siento en el piso de la casita. Miro mis pies colgando. El viento balancea mis piernas y las ramas. No tengo miedo. Los papás de otros niños miran hacia arriba. Son como hormigas cargando comida en sus mochilas. Se mueven, desordenadas. El viento sopla y tira un montón de hojas.
Mi hoja perfecta está en la orilla de la rama. Cierro los ojos. Me siento ligera, como si el viento pudiera agitarme para iniciar el vuelo. Esa hoja tiene que estar en mi libreta de relatos. La quiero.
Y entonces, lo entiendo.
Yo soy el poema.
La niña que observa desde las alturas.
La niña que vuela como una hoja.
Lú, la niña que platica con el viento.
Me levanto. No puedo dejar de sonreír.
Extiendo los brazos para alcanzar esa hoja especial.
—Puedo volar —digo muy bajito.
Doy un paso hacia la rama…
—¿A dónde vas, princesa? —dice papá.
Me sostiene de la capucha del abrigo.
—Quiero tomar esa hoja.
—Muy bien —sonríe papá—, pero no puedes volar.
Papá dice que tenemos que esperar a que el viento haga su trabajo.
Y trabaja.
El viento frío sopla. Mi hoja perfecta vuela. Mi hoja perfecta es un ave. Desde las alturas miro a mamá, a mi hermanito y los papás de otros niños. Bajamos con cuidado. Pie derecho. Pie izquierdo. Un escalón a la vez.
Corro para recoger mi hoja perfecta. Ha caído en lodo. La levanto y me llevo a sus hermanas hojas. Mi tarea será fantástica. Porque ahora sé que la cosa para escribir será mi hoja perfecta que comió lombrices.


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